sábado, 14 de febrero de 2009

O C T U B R E

O C T U B R E












(Octubre, se representa como el mes del engorde del cerdo con las bellotas recogidas)

El trigo debía cumplir dos misiones fundamentales: Abastecer de pan a la familia y reproducir la siguiente cosecha.
Antes de convertirse en pan, el trigo debía hacerse harina. Debía ser triturado. Esto se hacía en los molinos del Zurdo y el de Rasgabragas, movidos por las aguas del río Rudrón. Molinos lejanos a doce kilómetros de Valdeajos y costosos por el gran desnivel entre el páramo y el valle del Rudrón.
Cada semana llegaba el molinero con una recua de pequeños burros cargados con una zaquilada. Abultaba más la talega que el burro. Parecía imposible que un burro tan pequeño pudiera subir con tanta carga durante doce kilómetros y volver a bajar con más carga. Si bravos eran los burros, más bravo era el molinero que tenía que cargar el solito la talega del burro y subirla a un segundo piso y coger otra de grano y volverla a cargarla sobre el burro. El molinero traía la harina y el salvado y generalmente volvía a llevarse otra de grano de trigo, cebada o yeros.
El destino de la harina era reponer el pan. Había que cocer el pan. En Valdeajos había dos horneras particulares. “La hornera” era un edificio modesto, ennegrecido por dentro y por fuera; en su interior, el horno propiamente dicho y un espacio para hacer la masa y manejar las palas.





Elemento imprescindible para hacer el pan era recoger la levadura; todas las vecinas reservaban la cantidad suficiente para la siguiente hornada. Hay que disolver la levadura en agua caliente hasta que no haya el mínimo grumo. El trabajo comenzaba en la artesa, una caja rectangular. En ella se echaba la harina de la talega y sobre la harina se vertía la disolución de levadura.




Ahora el ama de casa comenzaba a amasar con paciencia. Cubría la masa con un paño, llamado masera, para que guardara el calor. Durante dos horas la masa estaba obrando y “subía”, es decir, al fermentar la levadura, la masa se esponja y, de esta forma, el pan será esponjoso y blando. Cortaba la masa, formaba las hogazas y las colocaba sobre una mesa. También se hacían el “hornazo” (hogaza en la que se introducían chorizo, huevo...), las tortas con sus “jeregitos”, manteca y azúcar.
El horno debía calentarse con leña menuda, hilagas, berezos o espinos. Para atizar el fuego se usaba un palo muy largo que se llamaba “zurrasquero”. Una vez alcanzaba la temperatura interior deseada (cuando las losas del suelo del horno blanqueaban), las brasas se dejaban a la boca y se limpia el suelo del horno con un palo con trozos de tela mojada, la “trapera”.
Ahora sobre una pala de madera, apoyada en la boca del horno, se coloca la primera masa en forma de hogaza, se le dan unos cortes con un cuchillo y se deposita con mucho cuidado y afrontando el fuerte calor sobre las losas del horno.
Pasado el tiempo, que el ama de casa cree adecuado, con las mismas palas, se podían ya sacar las tortas en primer lugar. Luego, llegaba el turno a las hogazas y al hornazo.
Era la hora de recoger. Entonces llegaban los chavales para ayudar a la madre, ya demasiado cansada.
Muchas veces se aprovechaba el calor del horno para que otra vecina hiciera su hornada.
De esta manera habíamos cerrado, sin darnos plena cuenta de ello, el ciclo admirable que abriera el sembrador en el otoño. El trigo se había hecho pan, tras pasar por las manos del sembrador, del sallador, del acarreador, del trillador, del beldador, del molinero y de la amasadora. Ahora no veíamos el trigo, pero palpábamos su generosidad en las hogazas.
Pan que duraría unos quince días, primero tierno y esponjoso, luego duro y hasta “canecido.”. Habría que pedir turno para una nueva cocida.

En algunas tierras sembradas de patatas, ya las tollas están secas. Es hora de sacarlas. Nuevamente el arado romano facilitará el trabajo. El labrador, la mano derecha en la “macera” y en la izquierda la “rejada” dirige con pericia a la pareja. La reja del arado ayudada por las orejeras abre el surco y levanta las patatas. Ara diez o doce surcos y todos comienzan a recoger.


Para recoger las patatas, todas las fuerzas son pocas. Tanto hombres, como mujeres, mayores y pequeños. Se van llenando los cestos y el de más fuerza los llevará y los descargará a granel en el carro. Años después se emplearon los sacos.
Llenado el primer carro, la otra pareja llevará las patatas al pueblo. Las descargará a pie de puerta del “vano”, o almacén. Cogerá la comida y volverá nuevamente al tajo. Todos harán una parada, bien ganada, para comer.
En el pueblo, los niños al salir de la escuela a medio día, se dedican a meter las patatas al vano con sus cestos. A todos toca trabajar.
Por la tarde continua el trabajo. Se procura no abrir más surcos de los que se puedan coger este día. Al caer la tarde los dos carros están llenos. Los bueyes caminan más animados hacia casa. El traqueteo del camino rompe el silencio.
Al llegar, casi es de noche, pero todavía queda trabajo. Hay que descargar los carros, llenar nuevamente los cestos y vaciarlos en el montón del vano. Se hace pesado, se acumula el cansancio. La madre va a preparar la cena. Mientras el padre desunce, da agua y apiensa a los bueyes.
Para pasar el rato, algunos domingos los chavales se dedican a recoger las tollas, hacen una hogareta, echan al rescoldo de las brasas unas cuantas patatas cogidas a la rebusca y enseguida las degustarán sentados al calor de las brasas
Los días del veranillo de San Miguel son muy buenos para avanzar en la recogida de las patatas, pero en octubre hay muchos días con lluvia y frío. Entonces el trabajo se hace más penoso y más lento. Incluso hay años que las últimas hay que sacarlas a horca.

Si el ciclo del trigo fue largo: amelgar, sembrar a boleo, arar, echar mineral, sallar, segar a dalle, atar, amorenar, cargar, descargar, cortar los haces, tender la parva, dar cuatro vueltas de parva, camizar la parva, echar al montón, echar a la tolva, retirar paja y grano, llevar grano a casa, subirlo a la troje, traer la paja a casa, meterla al pajar.
También en el ciclo de la patata habría que moverlas mil veces: sacarlas con el arado, cogerlas, echarlas al cesto, llevar el cesto al carro, descargar el carro, cogerlas nuevamente, echarlas al cesto, llevar el cesto al montón, volver a llenar los cestos para escogerlas, vaciar los cestos, llenar los sacos, pesarlos, coserlos, apilar los sacos, y finalmente cargarlos en el camión.

Terminadas las patatas, comienza la siembra del trigo.
El labrador sabe muy bien que la cosecha venidera dependerá de la selección de la semilla. La tierra que producía el mejor grano, suministraba la simiente para la siembra futura. A veces, se intercambiaba con algún vecino, o se traía de la comarca.
El grano destinado a la siembra se limpia de malas semillas como la avena loca, del cornezuelo .. pasándolo por distintas cribas, se “abañaba”. Se le protegía contra gorgojos y enfermedades asperjándolo con piedra lipe diluida en agua. Llamaban piedra lipe al sulfato de cobre, que se vendía en forma de piedras azules.
Para la siembra del trigo, lo primero que se hace es amelgar la finca, este trabajo consiste en dar unos surcos con el arado, separados a una distancia de unos ocho metros. Estos pasillos son los que se cubren de una pasada en la siembra a voleo. A continuación se lanza el grano y si hubiera que echar mineral también lo hace a voleo. Se preparaba una especie de capazo con un costal viejo y, lleno de grano, se cruzaba al hombro. La mano izquierda mantenía abierta la boca y con la derecha se arrojaba el grano al andar. La técnica en el manejo de los dedos índice y pulgar determinaba el éxito de la sembradura.

El agricultor tenía que ser un sabio. Debía calcular la cantidad adecuada de grano para cada finca. La calidad de la tierra determinaba si había que sembrar ralo o espeso, Muchas plantas en mala tierra crecerían raquíticas y pocas plantas en tierra buena serían poco productivas. De ahí que entonces de no se hablara de número de hectáreas que se poseían sino de fanegas. La superficie de una fanega de tierra buena era más pequeña que una fanega de tierra mala.
Para conocer si el trabajo se había hecho bien a veces se arrojaba la boina al suelo sembrado; si debajo de ella se contaban entre ocho y doce granos, el sembrador era un cabal conocedor del oficio.
El arar de las parejas era lento. Los bueyes parecían comprender el alcance de su trabajo y mantenían la línea por la que, a voces, les llevaba el arador.
El trigo se siembra sobre las tierras que habían estado de patatas. Al estar la tierra ya movida al sacar las patatas, ahora “queda muy bueno”. El grano ayudado por la humedad, temporal, germinará pasados unos días, apareciendo la planta sobre la corteza de la tierra.
Al atardecer, las yuntas volvían al pueblo con el arado sobre el yugo, mientras la lanza arañaba el suelo. El labrador, cansado, pero satisfecho por el trabajo bien hecho. Con el mismo cuidado que por la mañana, pero a la inversa, se desuncía a los bueyes; entraban a la cuadra y se acercaban a su pesebre, siempre el mismo, esperando con avidez la criba de paja y varios puños de harina de yeros.

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