lunes, 9 de febrero de 2009

JULIO


J U L I O







(Julio se representa por un campesino que siega el trigo).

El día 2 de Julio era la fiesta de Santa Isabel. Si las fiestas se conocen por sus vísperas, ésta era importante. Entre los niños, quince días antes, no se hablaba de otra cosa. ¿Vas a Santa Isabel?. ¿Te dejan ir a Santa Isabel?.


El día dos, a primera hora, se salía de Valdeajos a caballo hacia la ermita de la Virgen de la Vega. El camino era largo. A la llegada, a los niños les impactaba el bullicio, los puestos de los confiteros. de cerezas y de fotógrafos. El desarrollo del día era el mismo que el de San Juan de Ortega: misa, comida y baile, pero todo con mucha más gente.


El juego de bolos era una de las distracciones preferidas por los pueblos. Había dos juegos de bolos: el de los chavales y el de los mayores.
El de los chavales estaba en el Hoyo, encima de la Pozona . Era más corto y chiquito. También las bolos y las bolas eran más pequeñas. Detrás del juego había una caseta, donde los chavales pasaban muchos ratos. Fue curioso el sucedido en este juego de bolos. Llegaba un andaluz de los pinos y al entrar en el juego de bolos de los chavales vio correr una bola, le dio una fuerte patada como si fuera un balón. Se retorció de un dolor insoportable y estuvo lesionado una larga temporada.


El de los mayores estaba a la salida del pueblo, hacia la vega, donde hoy está la casa rectoral y el bar. Había mucha afición. Los mozos jugaban casi todos los días. Los casados, los domingos después de la misa por la mañana y después del rosario por la tarde. Se echaban partidas y desafíos. Había partidas de uno contra uno, de dos contra dos e incluso más amplias.
Antes de la partida se fijaban las reglas: cuántos tantos valía una “viga”, cuántos un “salte”, cuántos un “al vuelo” y cuánto los “tres a vuelo”. Cada equipo ponía las condiciones más favorables a sus habilidades. Se tiraba una perra al aire para conocer quién comenzaba tirando.


El tirador introducía la mano en bola de madera de nogal, la removía una y otra vez en el agua, la levantaba por encima del hombro, emprendía una carrera de tres o cuatro paso, fijaba su pie en el tope y lanzaba la bola con toda su fuerza acumulada y toda su concentración sobre el tablón y se oía triscar los bolos en el aire.
Cada tirada se iban contando y sumando en voz alta los tantos. El que perdía pagaba en la cantina.
En algunas ocasiones y el día de la fiesta del pueblo había partidas de desafío con otros pueblos.
El juegabolos de abajo más tarde se trasladó a detrás de la iglesia, en la cañada de subida del ganado hacia Carrileja.

En Valdeajos no había cura en los años cuarenta porque no había una casa rectoral. El arzobispado acordó que si el pueblo construía una casa, mandaría un sacerdote para asistir a Valdeajos y San Andrés. El pueblo aceptó y el arzobispo envió un joven sacerdote, Don Faustino. El recibimiento fue apoteósico. A la entrada del pueblo se hizo un arco de flores y las mozas salieron al crucero para recibirlo y le acompañaron con cánticos a entrar en el pueblo por el arco de triunfo.
Mientras se construía su nueva casa, se alojó e una casa vieja. En invierno, durante una de las mayores nevadas, se vio obligado a salir por la ventana del segundo piso al encontrarse la puerta de abajo totalmente bloqueada por la nieve.
Don Faustino, era un joven sacerdote, recién salido del seminario, pero, a pesar de su juventud, era austero y el prototipo de sacerdote de la posguerra. Todos los sacerdotes, que llegaron después, eran jóvenes, recién salidos del seminario. Don Santos, Don Antolín, Don José Luis y Don Pablo pasaron por Valdeajos.
A comienzos de los cincuenta el señor Gerardo comenzó a construir la casa sobre el antiguo “juegodebolos”. En los años sesenta se construyó un salón de catequesis, adjunto a la casa rectoral. Pronto este salón se convirtió en un teleclub, acogiéndose a la política del ministro de Información y Turismo de Don Manuel Fraga e Iribarne. Durante algunos años el teleclub estuvo muy animado. La fuerza de la televisión, entonces y hoy, era enorme. Poco a poco se quedó sin televidentes por múltiples motivos. Más tarde, después de algún litigio, se convirtió en el bar del pueblo.
En los años cincuenta, años de paro y pobreza, el gobierno, para aliviar un poco el paro andaluz, manda una cuadrilla de unos 50 parados andaluces a Valdeajos para plantar pinos en el páramo.
Fueron alojados en dos casas viejas sin las mínimas condiciones de habitabilidad. Las comidas las hacían en grandes calderos, como el rancho de los cuarteles.
Cada mañana iban al páramo a hacer hoyos. No era fácil hacer un hoyo en esta tierra con tanta piedra con un azada y una pala. Sin embargo muchos, ya a media mañana habían hecho los 50 hoyos reglamentarios y se venían para casa. ¿Por qué sólo 50 hoyos si terminaban tan pronto?. Porque de lo contrario se acabaría muy pronto el trabajo y aumentaría el paro. El gobierno trataba de cumplir el expediente.
La campaña duró dos años. Alguno se ajustó como criado en el pueblo. A pesar de las míseras condiciones de su estancia, llevaron alegría y juventud al pueblo. Nunca causaron problemas. También llegaron dos o tres chavales para llevar agua a los trabajadores, que se mezclaron inmediatamente con los chicos de Valdeajos, que pronto cogieron el deje andaluz.
La economía de Valdeajos era una economía de subsistencia, pero había una serie de necesidades que debían ser satisfechas con productos del mercado. Así llegaban al pueblo una serie de vendedores sin día y ni hora señalados.
El “fresquero” o “pesquero”: Cuando se divisaba su furgoneta por el Cerezo o por el Crucero se provocaba una carrera entre los chavales por quién llegaba antes a la fuente donde paraba el pesquero en busca de una propina. Los dos primeros en llegar recibían la lista de pescados que traía. Los dos chavales contentos y alborozados pregonaban la mercancía por todo el pueblo. Iban llegando las mujeres. Compraban un kilo de chicharros o de sardinas. La comida o la cena de hoy o de mañana iba a ser un poco diferente.
Basiliso venía con su camión de Covanera. Traía licores: pellejos de vino y gaseosas. Era muy simpático y un extraordinario vendedor. Casi nunca quería cobrar en el acto, se hacía el remolón para cobrar. “Ya me pagarás”. Pero siempre terminaba cobrando, al final del año. Tenía muy buena memoria. También abastecía a las cantinas. Las gaseosas las fabricaba él mismo con el extraordinario agua del Pozo Azul de Covanera.
“El de Elías” venía de Tablada del Rudrón. Traía un burro cargado de distintos productos, legumbres, arroz, azúcar, chocolate, aceite, pimentón. Era muy amable, paciente y servicial. El surtido de una pequeña tienda.
“El de Bellota” venía de Bellota, del Valle Redible. Era alto y con el rostro muy quemado por el viento y el sol. Muy paciente y acostumbrado a tratar con las mujeres. Traía un macho cargado hasta los topes. El aceite lo traía en un pellejo, lo vertía en una vasija metálica de un litro y con un embudo lo echaba en la botella de la compradora.
Sin fecha fija de mes o día llegaban una serie de profesionales o personajes:
El herrero: Ponía las herraduras a los caballos y los “callos” en la pezuña de las patas delanteras de los bueyes. Lo hacía en el “potro”, que era un tinglado de madera donde se sujetaba al animal para que se mantuviera inmóvil mientras el herrador trabajaba.
Los trilleros: Llegaban de la provincia de Segovia con sus carros repletos de cestos y trillos. Eran unos consumados especialistas en reponer las piedras de sílex de los trillos. Tenía su especial musicalidad el repiqueteo de sus martillos golpeando aquellas cortantes lascas, que se oía por todo el pueblo.
El afilador: Llegaba este personaje a afilar los cuchillos, tijeras, hachas y demás herramientas. Eran gallegos. Con guardapolvos o blusa azul, su paraguas y un carro de mano con una rueda muy grande, una piedra de esmeril, una polea que accionaba con el pie y un cajoncito con agua para enfriar discretamente las herramientas porque se calentaban mucho al afilarlas.
Los componedores: Llegaban con sus mujeres y sus niños, Se cobijaban bajo teja en el potro. Componían toda clase de calderos, cazuelas, pucheros y recipientes de hierro, aluminio. A unos ponían todo el fondo, tapaban algún agujero o ponían remaches, grapas o asas a otros. No era fácil distinguir entre componedores y gitanos, aunque éstos generalmente se dedican al comercio de caballos y burros.
El capador: Aparecía este especialista en capar a los animales con su maletín, en el que guardaba una variedad de bisturís y algún otro material quirúrgico. Generalmente capaba cerdos, corderos y, a veces, algún caballo.
El pellejero-lanero: Llegaba montado a caballo y con unas alforjas sobre la albarda del equino. Ante cada casa del pueblo se paraba y hacía siempre la misma pregunta: ¿Hay pieles o lana?. Si alguien contestaba afirmativamente, se sacaban las pieles y se entablaba el obligado regateo entre el dueño y el pellejero por el precio, hasta que llegaban a ponerse de acuerdo las dos partes. En casi todas las viviendas había alguna piel de las reses que se mataban para el consumo de la familia y también lana, que se había guardado desde que se había esquilado las ovejas.
El quincallero: Primero traía a sus espaldas un “cuévano”, que era un gran cesto alargado, amoldado a su espalda, que estaba tejido con estrechas láminas de madera. Más tarde aparecía ya montado en bicicleta. Traía unos cajoncitos repletos de botones, agujas, hilos, puntillas, cintas, cordones...
El pobre: Con cierta frecuencia llegaba al pueblo algún pobre a pedir limosna. Después de terminar de pedir por todas las casas, preguntaba luego al alcalde a qué casa le tocaba ir. En este pueblo, como en la mayoría, cada vez que llegaba un pobre tenía destinada una casa a donde ir a alojarse. Una por una todas las casas, se iban turnando para realizar esta obra de caridad. Al pobre se le daba de cenar y alojamiento. A la mañana siguiente el pobre salía del pueblo en dirección a otro pueblo.

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