domingo, 8 de febrero de 2009

ABRIL


VALDEAJOS
DE LA
POSGUERRA AL PETRÓLEO (1.964)
VIDA CODITIANA
JOSÉ MIGUEL GONZÁLEZ















(Abril se representa como un joven con un par de brotes en sus manos. Es el mes de la primavera, cuando todo florece.)

Ya los días, en abril, van suavizándose pero todavía pueden llegar ramalazos de nieve y no digamos de heladas. El veinte de abril de mil novecientos cincuenta cayó una buena nevada.
La cuaresma remataba con la Semana Santa. La procesión del Domingo de Ramos nos introducía en una semana cargada de actos religiosos. Los ejercicios espirituales preparaban para la confesión y comunión general de Pascua Florida, precepto obligatorio para todos los cristianos. Eran dados por el cura de Sargentes. Ayudaba también a confesar, lo que se agradecía porque ayudaba a pasar el sofocón de confesar, sobre todo a los jóvenes. Era más fácil decirle los pecados de todo un año a alguien menos conocido. El Domingo de Pascua todos se acercaban a comulgar, No había otra alternativa si no se quería quedar en evidencia.



Eran días de extrema austeridad y de recogimiento. Durante tres días no tocaban las campanas y estaba prohibida la música. Para advertir al vecindario de que se acercaba la hora de los oficios religiosos, en vez del toque de campanas se utilizaban carracas y matracas. Consistían éstas en una tabla de 20 ó 30 centímetros de cuyo centro pendían dos mazos de madera de distinta clase. Al mover la tabla hacia arriba y hacia abajo con fuerza, los mazos golpeaban sobre ella produciendo así un sonoro repiqueteo.
Con las carracas y matracas los chavales recorrían el pueblo anunciando la Santa Misa u otros oficios religiosos. Como tampoco se podía golpear ningún objeto metálico, el monaguillo, durante la misa, no utilizaba la campanilla sino una carraca.
La tristeza se convertía en alegría y el color morado cedía al rojo con el cántico del Gloria in excelsis Deo. Era el Domingo de Resurrección.
Tras la misa se iniciaba la procesión. Salían los hombres tras el estandarte y se dirigían por debajo la fuente hacia el potro. Por otro camino, por la parte de arriba, iban el sacerdote, los monaguillos y la Virgen portada por cuatro mozas. Al encontrarse ambos grupos, el mozo mayor con la punta de la vara del estandarte le quitaba el velo negro de la cabeza a la Virgen. La maniobra era compleja y difícil. El mozo mayor debía demostrar mucha fuerza y habilidad. Había mucha expectación. Los cánticos ahora ya son más alegres.
Las campanas no sólo servían para anunciar la inminencia de alguna función religiosa, también se tocaban cuando fallecía algún vecino, cuando se declaraba un incendio, cuando se echaba la niebla cerrada (cruzar la Lora e incluso Carrileja con niebla o con cellisca era muy complicado), cuando debía reunir al concejo o para anunciar el rezo del ángelus o de ánimas. Pero los toques era diferentes en cada caso. Un buen campanero hacía expresar a sus campanas distintos sentimientos: alegría, dolor o temor. Cuando los chavales se acercaban a la iglesia de allá arriba siempre estaban tentados de dar unos toques a las campanas para desconcertar a la gente. Era su broma preferida.
Había una división del trabajo entre las campanas de la iglesia de “allá arriba” y los “campanillos de aquí abajo”.
Los campanillos de abajo cumplían las funciones más cotidianas como el tocar a misa y a rosario y llamar a concejo. También un hecho extraordinario como era un incendio. Entonces los campanillos repicaban insistentemente y toques muy rápidos como metiendo prisa a los vecinos para ayudar a salvar una casa.
Las campanas de allá arriba de más empaque, de sonidos más fuerte y graves se tocaban los días de difuntos y de ánimas. Difícilmente se puede expresar mejor el hondo sentimiento de dolor por la muerte de un vecino. El rotundo sonido, lento, cortado por largas pausas, lo llena todo, rompe el silencio y estremece el corazón.
También se tocaban para alejar las tormentas y el granizo. Entonces las campanas comenzaban lentas e iba intensificándose la velocidad y el sonido. Las campanas parecían decir: “Tente nublo, tente un que Dios puede más que tú. Si eres agua ven acá si eres piedra vete allá, siete leguas de mi pueblo y otras tantas más allá. Tente nublo, tente un que Dios puede más que tú. Tente nublo redoblado que Dios puede más que el diablo. Tente nublo, tente un, que Dios puede más que tú”.
El Concejo era el órgano de administración de los bienes y problemas comunes del pueblo. Fue siempre, incluso durante la dictadura, una institución democrática. En él tienen voz y voto todos los vecinos, aunque como en toda reunión no demasiado organizada, unos hablan mucho y alto, mientras otros callan. Dirigido por el alcalde pedáneo, elegido democráticamente por los vecinos.
Ante cualquier problema o decisión, el alcalde siempre convoca el concejo abierto a todos los vecinos. Allí se ajustaban los pastores, se hacían públicas subastas y se decidía cuándo iban a caminos.

El alcalde distribuía también otros trabajos entre los vecinos, distinguiéndose entre “camino largo” y “camino corto”, según su importancia y tiempo requerido para llevarlo a cabo.
La Casaconcejo era una casa vieja de una sola planta, sin la más mínima comodidad. Cuando la escuela perdió su función por falta de escolares, se convirtió en Casaconcejo.

La espera en el portal de la escuela ya no es tan dura. El aburrimiento del tiempo de espera se solía aprovechar para tirar unos cantos a la puerta del vano de Honorato y hacer rabiar a la Prudencia. En los meses de invierno, si había suerte, la Prudencia se compadecía de los chiguitos con mocos y ateridos de frío. Nos permitía cobijarnos en su espaciosa cuadra. Las relaciones de los chiguitos con este matrimonio reguñón, mayor y sin hijos eran muy contradictorias. Hora echando reguñones, hora pidiendo ayuda para atropar los corderos, pero, aunque tacaños, siempre daban una perra gorda. Los chavales, hora tirando piedras al portón, hora pidiendo cobijo de la nieve o la helada.
Al entrar la maestra en el portal de la escuela, todos educadamente le dábamos los buenos días. Comenzábamos a cantar la tabla de multiplicar, seis por dos doce, seis por tres veinticuatro... e íbamos entrando y colocándonos de pie junto a nuestras mesas. Rezábamos un Ave María y comenzaba la clase.
Era una escuela unitaria de unos treinta o cuarenta niños. Todos juntos, niños y niñas, pequeños y mayores, los listos y no tan listos, los que sabían leer y los que no. La asistencia a partir de los diez años de los hermanos mayores era muy irregular, dependía de las faenas del campo. Muchos salían de la escuela antes de cumplir los catorce. “He ido poco a la escuela”, se solía decir.
El trabajo era difícil y duro para una maestra novata y de ciudad. Necesariamente tendría que encontrarse desbordada y desplazada. ¿Qué tal enseña la nueva maestra?. ¿Ya aprendéis algo?.
El primer maestro de la posguerra fue Don Napoleón, un catalán desterrado aquí y represaliado por la dictadura franquista. En el pueblo dejó un muy buen recuerdo. Después sólo llegaron maestras jóvenes, sin tener la plaza en propiedad. También dejaron un buen recuerdo.
Los padres mostraban respeto y agradecimiento a la maestra. Cuando se mataba en casa siempre se le mandaba una ración.
Lógicamente la enseñanza y el aprendizaje no era de alta calidad. No lo podía ser por múltiples condicionantes. Pero sí se hacían unos estudios primarios dignos. Se leía bastante en público con libros de literatura infantil de la Caja de Ahorros. Se hacía cálculo mental también en público. Se hacían bastantes problemas de interés simple y compuesto y sobre todo de la regla de tres. Unos estudios para valerse dignamente en la vida. En el fondo qué es la enseñanza?: aprender a leer y escribir. Labor, por otra parte, nada sencilla.
Otro problema era la continuidad de estudios medios y superiores. Prácticamente la única alternativa era ir de fraile o de monja. Alternativa que los padres veían con buenos ojos. Cumplían con su espíritu religioso y se quitaban una boca de casa. A los jóvenes esto no les atraían mucho pero comprendían que era la única alternativa que tenían a su alcance. En los años sesenta algunas chicas fueron a estudiar a Aguilar. Con una mejor económica ya los padres se lo podían permitir.
Los instrumentos de trabajo eran la cartilla, el cuaderno, la pizarra, el pizarrín y las plumillas.
Casi todos los trabajos se hacían sobre la pizarra con un pizarrín. Tenía muchas ventajas. Se borraba con facilidad. Lo bueno y lo malo duraba poco. Cabían pocos deberes. Era muy económica. Si se cuidaba un poco, duraba mucho. La pizarra digital copia sus cualidades.
En el cuaderno se esmeraba uno más. Se adornaban y coloreaban los títulos. Se procuraba hacer buena letra y que no cayera un borrón, que no siempre era fácil de evitar con aquellas plumillas y el tintero lejano. Las niñas en esto siempre eran más cuidadosas, usaban con mucho cuidado el papel secante. Una buena letra era signo de aprovechamiento y una porfía por quién tenía una letra más bonita. En el cuaderno se hacían sobre todo los dictados y las copias de la Historia Sagrada.

Hace mejor tiempo. Hoy se han soltado a pacer por primera vez los corderos con sus madres, En Carrileja hay toda una algarabía de validos de madres y crías. Estarán juntos unos días para que los corderos, al acompañar a sus madres, aprendan el camino de vuelta a su tinada. Pero en la confusión de la llegada muchos se perdían.
Era el momento de los chavales. Primero buscaban los suyos y después ayudaban a otros vecinos a cambio de una perra gorda. Los corderos estaban marcados con manchas de color para que se distinguieran a lo lejos y una señal en las orejas para una clara identificación. Los chicos conocían las señales de otros vecinos, sobre todo de aquellos que daban buena propina.
A los pocos días los corderos irán a pacer en otro rebaño, cuidados por dos vecinos. Por la mañana salían más tarde y volvían antes que las ovejas. La llegada durante unos quince días también era complicada y había que buscar a los descarriados.
Se comenzaba a ordeñar las ovejas y hacer queso. La tenada estaba separada en tres apartados. El aprisco de los corderos, el de las madres y el de las borrillas (de un año). Se separaba a las borrillas porque al no estar criando necesitaban menos pienso, a los corderos para poder ordeñar.
Al amanecer los amos de casa ordeñaban con mucho trabajo y mucha paciencia. Después se soltaban los corderos. Era todo un espectáculo ver cómo cada cría encontraba a su madre en todo aquel revuelo. Pronto se volvía a meter en su aprisco a los corderos antes que tocara el pastor.
Para hacer el queso, se calentaba la leche hasta que consiguiera la temperatura adecuada, según el buen criterio del ama de casa. Se echaba un trocito de cuajo y se dejaba reposar durante un tiempo, hasta que la leche cuajara perfectamente. El cuajo se guardaba de un año a otro y se había elaborado en casa. Se había echado un poco de leche en el estómago de un cordero de pocos días, se había dejado reposar y al cabo de un tiempo ya se tenía un cuajo apto para hacer queso.
El ama de casa cogía con sus manos las cuajadas. Las apretaba bien para que saliera todo el suero y las iba depositando sobre un paño blanco. Cuando tenía todas las cuajadas sobre el paño, cogía éste por los extremos y presionaba nuevamente con todas sus fuerzas para que desalojara todo el suero.
Finalmente lo depositaba en el quesero, recipiente agujereado de barro. Colocaba sobre él un peso y lo dejaba reposar toda la noche en un lugar fresco.
Al día siguiente, cortaba con cuidado las orillas y echaba sobre el queso la sal. Una vez que el queso había tomado la sal, se le colocaba en una balda para la curación.
Cuando la madre cortaba las orillas, nos solíamos acercar para probar el sabroso queso.
El queso nunca faltaba en la cocina. Cuando salíamos de la escuela, lo primero era cortar un “cacho” de y un trozo de queso. Tampoco faltaba en la tierra a la hora de “tomar las diez” o la merienda. En casa no se apreciaba este delicioso alimento por ser demasiado cotidiano. Sí lo apreciaban mucho en el Valle. Cuando ponían a la venta los quesos de la Lora en Polientes, duraban muy pocos minutos.
Además de ovejas y cabras se criaban cerdos y gallinas.
En todas las casas había dos cerdos para la matanza propia y otros para engordar, Estos estaban en su “corte” cortín o cochinera. Fuera estaba el “cocino”, que era un tronco partido longitudinalmente y vaciado donde se echaba la comida, compuesta de salvado, patatas y otros desperdicios.
En casi todas las casas de Valdeajos se criaban pollos para el gasto. Para ello se esperaba a que alguna de las gallinas estuviera clueca, es decir, que hubiera sido cubierta por el gallo. Se notaba que estaba clueca porque cacareaba de forma diferente, con una voz más ronca.
Si salían cluecas varias gallinas, se dejaba una para empollar y a la otra se le quitaba la cloquera. Una de las formas de hacerlo consistía en meter la cabeza de la gallina en una caldereta con agua fría varias veces. Otro método consistía en poner la gallina debajo de una cesta durante tres días. Se colocaba una piedra sobre la cesta para que no pudiera salir y no se le ponía comida. Pasado ese período se volvía a soltar al corral con el resto de las gallinas.
Para echar huevos a una gallina clueca se preparaba una cesta con paja limpia y se colocaban encima los huevos. Se solían poner de 13 a 17, siempre un número impar (aunque nadie sabía el porqué) y que no fueran demasiados para que la gallina los pudiera cubrir bien con su cuerpo y las alas.
También se elegían los huevos según se quisiera que salieran pollos o pollas. Esto se notaba por la prendedura. Se cogían los huevos y se miraban al trasluz, y si la prendedura estaba en un lado o en el otro se tenía casi la seguridad de que saldrían machos o hembras. Otra forma de conocer de antemano el sexo era que de los huevos más redondos salían pollas y de los más alargados pollos. Se esperaba que llegase el buen tiempo, porque, como dice el refrán: “mayo frío, malo para pollos y bueno para trigo”.
A continuación se ponía la gallina clueca encima de los huevos y cerca de la cesta se colocaba comida y agua para que no tuviera que levantarse, evitando así que los huevos se enfriasen.
La incubación duraba 21 días y, pasado ese período, la gallina iba marcando los huevos con el pico para romper la cáscara y facilitar que salieran los pollos.
A continuación se metía la gallina y los pollos en un cajón aparente y se colocaba en algún sitio caliente, porque a los pollos recién nacidos les sienta mal el frío y pueden hasta morirse. Por eso, si cuando nacían resultaba que el tiempo era malo, había que ponerles calor. Y se preparaba su primera comida, que consistía en pan mojado en agua y arroz. Esta alimentación duraba hasta que se soltaban los pollos al corral.
Permanecían en el cajón aproximadamente un mes, y después se soltaban en el corral con el resto de las gallinas. Cuando comenzaban a crecer, enseguida se distinguían los pollos de las pollas por el tamaño de la cresta y de las mermellas. Los pollos tienen la cresta y las mermellas más grandes.
Las pollas se dejaban hasta que se hacían gallinas y comenzaban a poner huevos. Y los pollos se reservaban para las fiestas patronales, para la temporada que duraba la siega y, los más grandes, se comían durante la Navidad.
A las gallinas se les echaba grano para que lo comieran, pero ellas enriquecían su dieta alimenticia picoteando todo lo que les parecía comestible en la calle o en casa.
Al atardecer regresaban a casa y metiéndose por la gatera, el orificio que todas las puertas tenían en su parte baja, se dirigían al “albergadero”, formado por unos palos horizontalmente colocados y suspendidos del techo a los que subían a través de una rústica escalerilla que partía del suelo. Allí pasaban la noche. Antes del amanecer comenzaban a cantar todos los gallos de los numerosos gallineros que había en el pueblo anunciando el nuevo día.
También había “hornilleras” o colmenares, que eran como unas casetas con unos “dujos” o también empotrados en la pared. El “dujo” era un tronco de olmo vaciado. La miel se “cataba”, se recogía, en noviembre.
La guerra terminó en el Norte en agosto de 1.937. El frente desapareció de la Lora, pero la guerra dejó años de pobreza y dictadura.
La posguerra trajo las cartillas de racionamiento y el estraperlo.

En Valdeajos, y en los pueblos en general, las cartillas de racionamiento tuvieron poca importancia y terminaron usándose como una alternativa al papel higiénico. Sólo se empleaban los cupones para adquirir algunos artículos como el aceite, el azúcar y el tabaco en la cantina. Abundio adquirió un camión para abastecer su comercio de productos de Burgos. Los camiones de entonces tenían muchas averías.
Este camión se vio implicado en varios accidentes. En una ocasión transportaba muebles comprados en Aguilar. Paró en Barrio Panizares por una avería. Allí sacaron la gasolina en un caldero. Se estaba haciendo de noche. Una mujer se acercó con un candil para curiosear. Los del camión le dijeron que no se acercara, pero de pronto se produjo una gran llamarada que quemó los muebles.
En otra ocasión viajaba a Burgos con una carga de patatas y varios viajeros. Bajando, ya a San Felices, no pudo meter una marcha más corta. El camión fue cogiendo demasiada velocidad. Sorteó como pudo la cerrada curva del Muro. El camión era ya incontrolable y finalmente volcó a pocos metros del río Rudrón. Murió un vecino de Sargetes.
El estraperlo de trigo tuvo su importancia en Valdeajos por lindar con la provincia de Santander que tenía escasez.
Los estraperlistas se abastecían en el mercado de Villadiego. El camino más seguro y menos vigilado pasaba por Valdeajos. Eran frecuentes las recuas de burros cargados con sacos de trigo que pasaban por Valdeajos y hacían una pequeña parada. En una ocasión la guardia civil logró coger una partida de estraperlo en Valdeajos. Se decomisó el trigo y se subastaron las talegas en la Casaconcejo.
Otros estraperlistas del Valle Redible compraban trigo en Valdeajos para revenderlo en el mercado negro de la provincia de Santander. Para sortear la vigilancia, el vendedor cargaba su carro tratando de no hacer ruido y lo transportaba hasta la raya de Santander.
Terminó la guerra. El ejército marchó, pero no hicieron una limpieza del material peligroso. Era frecuente encontrar bombas, granadas y balas sin explotar.
Para los chavales era una atracción irresistible y un peligro. Un día encontraron en Hoyolavaca tres bombas alemanas, rojas y con unas aletas. Allí mismo lanzaron una a los lejos. Al caer, pegó contra el saliente de una trinchera y explosionó con un gran estruendo.
Caminaron hacia el pueblo con las otras dos. Antes de entrar al pueblo, junto a la pozona, un chaval tiró la segunda contra una pared y nuevamente explotó la bomba. Otro chaval tiró la tercera, pero fue a caer a un arroyo y la bomba no explotó.
Animado por su éxito el primer chaval, cogió la bomba y la tiró contra la pared de la era de Teodoro. La bomba explotó y cogió de lleno a quien la tiró. Allí mismo quedó muerto. Llegó la gente. Llegó su madre, dolorida y llorosa se lo quería llevar a casa. Toda una tragedia.
La tragedia se olvidó. La atracción de la aventura era mayor. Los chavales ya se creían expertos y se vanagloriaban de ello. La tentación de hacerse el valiente era muy fuerte. Explotaban granadas y balas. En alguna ocasión hicieron una hoguera, echaron allí las bombas. Hubo suerte. Las bombas no explotaron al momento. Los chavales se aburrieron y cuando estaban jugando, ya lejos, hubo una gran explosión.
En los años posteriores el cobre se cotizaba bien y de vez en cuando los chavales iban a buscan balas, excavando cerca de las trincheras. Se vendían cuando llegaba el chatarrero y conseguían unas pesetas para sus gastos.

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